miércoles, 3 de abril de 2024

EL VINCULO QUE SANA LA SOLEDAD

 


Érase una vez en Olón, un pequeño pueblo costero de Ecuador, pasando Montañita, donde la brisa marina acariciaba las calles y los ancianos contaban historias de tiempos pasados en la plaza del pueblo. Entre ellos estaba Don Pedro, un hombre sabio y de corazón gentil, cuyos cabellos plateados contaban historias de una vida larga y llena de experiencias.

Don Pedro solía sentarse en un viejo banco de madera bajo la sombra de un árbol centenario. Sus arrugas narraban no solo años de sabiduría, sino también de soledad. Aunque rodeado de gente amorosa en el pueblo, había una sensación de vacío en su corazón que solo la compañía de su esposa María, ya fallecida, podía llenar.



El pueblo se había llenado de extranjeros, unos jóvenes que venían a buscar un lugar bonito donde poner sus negocios y otros viejos, que venían a pasar su vejez alejados del bullicio de las grandes ciudades, del gran gentío pero gran vacío, del tener todo y no tener nada de lo más preciado, lo que verdaderamente se valora.

Una tarde, mientras observaba el ir y venir de la vida en el pueblo, una niña llamada Ana se acercó a él tímidamente, se la veía inocente, en sus ojos había un brillo especial, pero en el fondo se mostraba la tristeza. Intrigada por las historias que Don Pedro contaba, Ana le preguntó sobre la vejez y qué era lo que más anhelaban los ancianos. Con una sonrisa melancólica, Don Pedro respondió: "Lo que más anhelamos es el cariño y el amor, querida Ana. Son esos pequeños gestos de afecto los que nos hacen sentir vivos y valorados."

Ana, con su inocencia infantil, siguió preguntando sobre los mayores temores de un anciano y cómo aceptar la vejez con gracia. Don Pedro, con paciencia y sabiduría, le explicó que el mayor temor era sentirse inútil, como un mueble viejo que ya no cumple ninguna función. "Pero, querida Ana," continuó Don Pedro, "la verdadera sabiduría está en aceptar la vejez como una etapa natural de la vida, envejeciendo con salud y disfrutando cada momento como un regalo."

A lo largo de los días, Ana y Don Pedro desarrollaron una hermosa amistad. La niña le enseñó a Don Pedro a apreciar las pequeñas alegrías de la vida cotidiana, como ver el atardecer sobre el mar o disfrutar de un helado en verano. A cambio, Don Pedro compartió con Ana sus conocimientos y experiencias, guiándola en el camino hacia la comprensión y la empatía.


Con el tiempo, el banco bajo el árbol del pequeño parque de Olón,  se convirtió en un lugar de encuentro para jóvenes y mayores, donde las historias de vida se entrelazaban con risas y afecto. Don Pedro encontró en la compañía y el cariño de Ana y los demás habitantes del pueblo una nueva forma de cosechar lo sembrado a lo largo de los años: amor, amistad y la dulce satisfacción de saber que su legado perduraría en el corazón de quienes lo conocieron.

El dolor profundo en el alma de Pedro por la ausencia de sus hijos, a pesar de los esfuerzos y el amor dedicado en su crianza junto a su esposa María, era palpable en cada mirada melancólica que dirigía al horizonte. Habían marchado a otros países de Europa, de Asia, en busca de oportunidades, pero la distancia emocional parecía más grande que la geográfica.



A pesar de la tecnología que conectaba al mundo, las llamadas escaseaban y las visitas eran casi inexistentes. El dinero que enviaban puntualmente no podía llenar el vacío que dejaba la falta de contacto emocional y humano. Pedro, con el paso de los años, encontró en Ana, la niña, ahora joven del pueblo, un bálsamo para esa herida abierta en su corazón.

Recordando los días felices junto a María, su esposa, Pedro solía compartir con Ana historias de su infancia, donde los cuentos amenos que en la noche le leía a sus hijos antes de dormir, terminaban con lecciones profundas sobre la reciprocidad, la humildad y los valores que construyen relaciones sólidas y significativas. Ana, con su cariño y atención, se convirtió en una extensión de esa familia que anhelaba la presencia y el amor de los hijos ausentes.

A medida que los inviernos y veranos pasaban en Olón, Pedro encontró consuelo en los pequeños gestos de Ana, como una flor que se abre en el desierto de la soledad. Sus conversaciones llenas de sabiduría y calidez le recordaban que, a pesar de la distancia física, el verdadero vínculo entre padres e hijos reside en el amor y la conexión del corazón.

La historia de Pedro y Ana se convirtió en un testimonio de cómo el amor y la amistad pueden sanar las heridas más profundas, incluso aquellas causadas por la distancia y la ausencia. A través de la presencia amorosa de Ana, Pedro aprendió que la verdadera riqueza está en los lazos humanos que perduran más allá de las fronteras y los años.

FIN

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