LA HISTORIA DE CECILIA
Cecilia, una mujer de 50 años, se encontraba en un punto de su vida donde muchos considerarían que lo tenía todo: una exitosa carrera como abogada, dos hijas adultas que habían encontrado éxito y felicidad en sus propias vidas, y una apariencia que todavía atraía miradas de admiración. Sin embargo, en el interior, Cecilia estaba destrozada. Hace tres años, descubrió la infidelidad de su esposo, un hombre al que había amado profundamente y con quien había compartido más de dos décadas de su vida.
El divorcio fue devastador. Cecilia, quien siempre había sido una amante apasionada y una esposa complaciente, no entendía cómo su marido pudo traicionarla de esa manera. La traición dejó una herida profunda, y en su búsqueda de consuelo y sentido, se refugió en la religión. El cristianismo, con sus promesas de amor incondicional y perdón, le ofrecía un nuevo camino. Cecilia se bautizó, comenzó a dar el diezmo y las ofrendas, y se involucró activamente en su iglesia.
Pasaba horas en grupos de oración, asistía a los cultos semanales, participaba en encuentros religiosos y se inscribió en la academia de liberación espiritual de su congregación. Sus actos de caridad se multiplicaron: ayudaba en comedores comunitarios, organizaba colectas para los necesitados y visitaba hogares de ancianos. Sin embargo, a pesar de todo su esfuerzo y devoción, el vacío en su interior persistía.
Cada noche, después de apagar las luces y cerrar la puerta de su habitación, Cecilia se encontraba sola con sus pensamientos. Las oraciones y los himnos que resonaban en su mente no lograban disipar la sensación de inutilidad que la abrumaba. Se preguntaba por qué, después de hacer todo lo correcto, después de volcar su corazón y alma en su fe, seguía sintiéndose tan vacía.
Sus hijas, Mariana y Julia, eran un constante recordatorio de lo que había logrado en su vida. Ambas mujeres habían seguido sus propios caminos hacia el éxito profesional y personal. Mariana era una médica reconocida, casada con un hombre maravilloso y madre de dos niños adorables. Julia, una ingeniera talentosa, también disfrutaba de un matrimonio feliz y una carrera ascendente. Cecilia se sentía orgullosa de ellas, pero también las envidiaba. Ellas habían encontrado lo que ella tanto anhelaba: una vida plena y significativa.
SOLA, SOLITA
Un día, después de un servicio particularmente emotivo en la iglesia, Cecilia se quedó en su banco mucho después de que los demás se hubieran ido. Sentada en el silencio de la nave vacía, miró fijamente al crucifijo sobre el altar. Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro mientras susurraba una pregunta que había evitado durante tanto tiempo: "¿Por qué, Dios? ¿Por qué sigo sintiéndome así?"
Esa noche, de vuelta en su apartamento, recibió una llamada inesperada de su amiga de la universidad, Ana. Habían perdido contacto con los años, pero Ana, al enterarse de la situación de Cecilia, quiso reconectarse. Ana también había atravesado una experiencia de traición y, como Cecilia, había buscado refugio en la religión. Pero, a diferencia de Cecilia, Ana había encontrado una paz interior que la intrigaba.
EL ENCUENTRO
Ana la invitó a un retiro espiritual en una pequeña comunidad en las montañas, un lugar donde ella misma había encontrado consuelo. Aunque escéptica, Cecilia aceptó, esperando que tal vez un cambio de escenario y la compañía de una vieja amiga pudieran ofrecerle una nueva perspectiva.
El retiro fue una experiencia transformadora. Lejos de la rutina diaria y las expectativas de su vida en la ciudad, Cecilia se permitió reflexionar verdaderamente sobre su dolor y su búsqueda de sentido. Uno de los líderes del retiro, un anciano pastor con una mirada serena y palabras sabias, le habló sobre la aceptación del absurdo, un concepto que resonaba con la filosofía de Camus. Le explicó que a veces, la vida no tiene un sentido claro, y que encontrar la paz no necesariamente significa entenderlo todo, sino aceptar la incertidumbre y seguir adelante con valentía.
EL CAMBIO
Cecilia comenzó a ver su vida bajo una nueva luz. Se dio cuenta de que había estado buscando una validación externa para llenar su vacío interno: el éxito profesional, la aprobación de su comunidad religiosa, incluso el amor y la fidelidad de su esposo. Entendió que ninguna de esas cosas podía darle el sentido que buscaba porque el significado debía surgir de su propio interior.
De regreso a casa, Cecilia adoptó una nueva actitud hacia su vida y su fe. Continuó participando en su iglesia y en actos de caridad, pero ya no buscaba en ellos una respuesta definitiva. En cambio, se enfocó en vivir cada día con autenticidad, apreciando los pequeños momentos de alegría y las conexiones humanas genuinas. Empezó a pintar, una pasión que había dejado de lado durante años, encontrando en el arte una forma de expresión y liberación.
Sus hijas notaron el cambio en ella. Cecilia ya no parecía cargar con el peso de la desesperación. En lugar de buscar consuelo exclusivamente en la religión, había encontrado una manera de integrar su fe con una aceptación más profunda de la incertidumbre de la vida. La relación con sus hijas se volvió más cercana y sincera, y aunque seguía asistiendo a los cultos y encuentros, lo hacía con una nueva comprensión de su propia espiritualidad.
Cecilia no había encontrado todas las respuestas, pero había aprendido a vivir con las preguntas. Aceptar la falta de sentido inherente de la vida no la llevó a la desesperación, sino a una forma de libertad y autenticidad. Así, encontró un nuevo propósito: vivir plenamente, con gratitud y coraje, enfrentando el absurdo con una sonrisa en el rostro y un pincel en la mano.
FIN
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